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Donde la infancia sobrevive al abandono

Chasty Fernández

Hace unos días visité una comunidad marcada por la pobreza y el abandono. No es la primera vez que camino por barrios donde la vida pesa más que los años, pero esta visita fue distinta. Más que un recorrido: fue un encuentro con la esperanza que se aferra a lo imposible. Una comunidad con sus calles de tierra y tumultos de basura que me dieron la bienvenida con un silencio extraño, interrumpido por las risas de algunos niños que jugaban con una pelota hecha de latas. Sus rostros iluminaban el paisaje gris. Ahí estaban, entre casas construidas con lo que se puede —madera, latas, plástico—, mirándome con curiosidad, sin miedo. Niños con ojos brillantes, llenos de preguntas y de sueños.

Era una comunidad olvidada por el Estado. Una de esas donde la pobreza no es una excepción, sino la norma; donde vivir es resistir, y crecer siendo niña o niño es una tarea de riesgo. No hay servicios básicos garantizados, las escuelas están sobrecargadas, y la presencia del crimen organizado reemplaza a las instituciones que deberían protegerlos.

Pero lo más duro no fue ver la precariedad. Lo más difícil fue mirar los ojos de las niñas y niños que, a pesar de todo, todavía sueñan. Sueñan con ser médicos, maestras, deportistas. Hablan de futuros que no se parecen en nada a su presente. Y en esa esperanza hay una ternura brutal: la de quienes no saben que el sistema ya decidió por ellos.

Jugamos, conversamos, dibujamos. Les hablamos del cuerpo, del autocuidado, de sus derechos. Y en cada risa, en cada pregunta, se asomaba una verdad incómoda: el abandono institucional no ha logrado matar la alegría, pero la amenaza todos los días.

Esa comunidad —como tantas otras— sobrevive sin agua, sin seguridad, sin acceso digno a salud ni educación. Las mujeres crían a sus hijas e hijos entre el trabajo informal, la violencia doméstica y el miedo constante. Los adolescentes ya no juegan, ya aprendieron que en su mundo no hay tiempo para ser niños.

Lo que viví ahí no puede contarse sin nombrar al Estado, a sus políticas ausentes, a sus presupuestos recortados, a su indiferencia crónica. Tampoco sin señalar la deuda histórica que tenemos como sociedad con esas infancias, que son tratadas como daños colaterales en guerras que no eligieron.

Estimada Presidenta de la República: Desde esta comunidad humilde y olvidada, le hago un llamado claro y urgente. Las niñas y los niños no pueden seguir esperando. No pueden crecer en territorios sin Estado. No basta con discursos ni promesas. Se necesita inversión real, políticas públicas sostenidas, protección efectiva, salud, educación y cultura.

Cada niña y niño que sobrevive en estas condiciones es una interpelación directa a su gobierno. Usted tiene el poder y la responsabilidad de decidir si va a ser parte del cambio o de la continuidad de este abandono. Actúe, Sra. Presidenta. Mire hacia estos territorios. Escuche sus voces. Y sobre todo, respóndales con hechos. Porque donde hay infancia, hay futuro. Y donde se abandona la infancia, no hay nación posible.

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